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lunes, 22 de diciembre de 2014

Crónica: Desencaje corporal


Diane Rodríguez, transexual activista por los derechos de las personas GLBTI en Ecuador.

Los abarrotes de cosméticos ubicados en el centro de la ciudad de Quito se llevaban la mayor parte de su salario mensual. Samantha tomó un labial, un delineador de punta fina, pestañas postizas y una base en polvo con la que intentaría ocultar las manchas oscuras de su rostro.
 
Pagó tres dólares en la lavandería y sacó su vestido negro con lentejuelas. Uno que le quedaba muy ceñido, que dejaba ver sus exuberantes piernas y descubría sensualmente uno de sus hombros. La abertura en el centro de su tórax denunciaba parte de la cirugía a la que se había sometido años atrás.

Ella trabajaba en una peluquería, pero los concentrados olores de alcohol y fijador le desarrollaron una alergia respiratoria. Por esa razón, y porque el dinero no era suficiente, se había empeñado en buscar un nuevo trabajo, lejos de los recovecos de belleza.
Hace un par de meses consiguió una entrevista de trabajo en una gran multinacional. El jefe de recursos humanos había tomado su carpeta y mientras la revisaba movía su cabeza mostrando aceptación. Cuando le preguntó a Samantha sobre sus experiencias laborales, escuchó su voz gruesa y grave e inmediatamente sus ojos escanearon el cuerpo, la vestimenta y el maquillaje intenso de ella. Incrédulo y aterrado le dijo que esperara su llamada para un posible contrato. Nunca llamó. 

Samantha, cansada del rechazo, pensó seguir a su amiga Lorena en la única posibilidad laboral que ella había encontrado. Su situación empeoraba y decidió aventurarse a lo desconocido.

Sammy, nombre por el que la conocerían sus próximos clientes, llegó a su pequeño departamento, abrió la puerta, ingresó y encendió la luz. Entró a la ducha, usó su jabón íntimo, depiló sus piernas, lavó sus dientes y salió en busca de una toalla.

Secó cuidadosamente cada parte de su cuerpo y se  puso su vestido de lentejuelas que olía a limpio. Eran las 20:00 y su única preocupación a esa hora era poner la cantidad precisa de goma al conjunto de pestañas postizas que fijaría a sus párpados. Las pestañas eran largas y lograban esconder la tristeza del fondo de sus pupilas. La cantidad de base que colocaba en sus mejillas era suficiente para formar una pasta con grietas. El delineado griego fue la fase final de la metamorfosis. Tomó sus zapatos de taco y buscó un abrigo inútil para el trabajo que realizaría.

Todo estaba listo para la puesta en escena que se realizaría esa noche, paradójicamente frente a la Iglesia de Santa Teresita. Allí laboraban cinco mujeres que ya conocían sobre el ingreso de su nueva colega.

Su teléfono sonó, era Lorena, ella la esperaba abajo, justo en el callejón sin salida. Traía media botella de aguardiente. Después de tomar un gran bocado, pronunció la palabra ¡vámonos! y ofreció un sorbo a Sammy, ella bebió un largo trago. El sabor anisado le recordó su adolescencia en El Carmen, allí la conocían como Samuel, el último hijo de cuatro hermanos. Todos machos: con novias, esposas, mozas, amantes, lo que usted quiera. Todos machos, menos Samuel, a él no le gustaban las mujeres.
* * *
Carlos se bajó del auto. Apretó la alarma y las luces parpadearon como flashes que retrataron su varonil silueta. Ingresó a su hogar y su diminuta hija le sonrió de felicidad. Sus labios se acercaron a la frente de ella y no se despegaron por varios segundos.

La piel dorada de Andrea, su esposa, se asomó en la cocina. Un gran beso de bienvenida le dejó una marca de labial en su boca. La cena estaba lista. El sonido de la televisión ambientaba el lugar. Su única religión era ver la novela brasileña mientras comía el esponjoso tallarín preparado por su esposa.

Cuando la novela terminó, inició una grata conversación. Llevaban 5 años de casados y su relación era como de uno: se entendían, reían juntos, viajaban de vez en cuando. El dinero no era un problema. Sea verano, otoño o invierno ellos eran felices.
Esa noche Carlos tenía una reunión de trabajo, inaplazable, según dijo. Dejó dormida a su hija y con un suave y tierno beso se despidió de Andrea. Los dedos temblorosos no delataron sus nervios a los ojos de su esposa. Tomó las llaves de su auto y lo encendió. Ella le ofreció un gesto cariñoso con sus manos mientras él aceleraba para alejarse de casa.

* * *
En la esquina se siente la lentitud de la noche. El viento frío desempolva por unos segundos al hombre debajo del vestido. Los nervios de Sammy se sienten agrios en la saliva que baja por su garganta. Pide el último trago de aguardiente a Lorena. Necesitaba un bocado más de valor.

La primera mujer se fue en un auto rojo de placas costeñas. La noche era incierta para Sammy. De repente, la luz intensa de un auto hizo que las lentejuelas de su vestido brillaran. Paró justo frente a ella. Lorena le dijo con los ojos que se acercara.
La ventana polarizada bajó lentamente. Los ojos de deseo desbordante ocultos en el auto la atraparon. Se subió con temor y regresó a ver a Lorena quien la despidió con una sonrisa, que descubría sus dientes amarillos.

Él aceleró y no dijo una sola palabra. El incómodo silencio se rompió con la retumbante voz de Samantha. –Soy Sammy le dijo. Él la regresó a ver: -Eres nueva, no te había visto antes. Ella suspiró diciendo: - Es mi primera noche.

Una gota resbaló por la frente de Carlos. Su pie aceleró el auto. El miedo de Samantha se notaba en el mordisco lento que le daba a su chicle. Él encendió un cigarrillo que en conjunto con el perfume de Sammy asfixiaban el ambiente.
Al fin llegaron. Carlos entró en su departamento. Una foto familiar adornaba la mesa de centro. Se sacó la corbata. Abrió las puertas del clóset y dejó su abrigo. Sirvió dos copas de coñac y brindó con Sammy. 

Se terminó su bebida. Sus manos grandes y bien abiertas tomaron a Sammy de las nalgas. Carlos olía su cabello, su cuello, su perfume barato. Las babas caían como lágrimas de su boca. Samantha le demostró su virilidad mientras una corriente fría recorría su cuerpo.
Una mezcla de satisfacción y  temor se arrinconaron en un grito de placer que anunció la culminación del acto. Un suspiro sacudió a Carlos mientras el maquillaje corrido de Sammy evidenciaba una mueca de desolación.

El timbre del celular de Carlos le arrancó su sonrisa placentera. Era su esposa, preocupada por su tardanza. Él, empapado de sudor se vistió de un solo brinco, mientras Samantha pensaba en el rostro de su próximo cliente.

Por Caro Cuenca E.

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