Diane Rodríguez, transexual activista por los derechos de las personas GLBTI en Ecuador. |
Los abarrotes de cosméticos ubicados en el centro de la ciudad de Quito se llevaban la mayor parte de su salario mensual. Samantha tomó un labial, un delineador de punta fina, pestañas postizas y una base en polvo con la que intentaría ocultar las manchas oscuras de su rostro.
Pagó
tres dólares en la lavandería y sacó su vestido negro con lentejuelas. Uno que
le quedaba muy ceñido, que dejaba ver sus exuberantes piernas y descubría
sensualmente uno de sus hombros. La abertura en el centro de su tórax
denunciaba parte de la cirugía a la que se había sometido años atrás.
Ella
trabajaba en una peluquería, pero los concentrados olores de alcohol y fijador le
desarrollaron una alergia respiratoria. Por esa razón, y porque el dinero no
era suficiente, se había empeñado en buscar un nuevo trabajo, lejos de los recovecos
de belleza.
Hace
un par de meses consiguió una entrevista de trabajo en una gran multinacional.
El jefe de recursos humanos había tomado su carpeta y mientras la revisaba movía
su cabeza mostrando aceptación. Cuando le preguntó a Samantha sobre sus
experiencias laborales, escuchó su voz gruesa y grave e inmediatamente sus ojos
escanearon el cuerpo, la vestimenta y el maquillaje intenso de ella. Incrédulo
y aterrado le dijo que esperara su llamada para un posible contrato. Nunca
llamó.
Samantha,
cansada del rechazo, pensó seguir a su amiga Lorena en la única posibilidad
laboral que ella había encontrado. Su situación empeoraba y decidió aventurarse
a lo desconocido.
Sammy,
nombre por el que la conocerían sus próximos clientes, llegó a su pequeño
departamento, abrió la puerta, ingresó y encendió la luz. Entró a la ducha, usó
su jabón íntimo, depiló sus piernas, lavó sus dientes y salió en busca de una
toalla.
Secó
cuidadosamente cada parte de su cuerpo y se puso su vestido de lentejuelas que olía a
limpio. Eran las 20:00 y su única preocupación a esa hora era poner la cantidad
precisa de goma al conjunto de pestañas postizas que fijaría a sus párpados.
Las pestañas eran largas y lograban esconder la tristeza del fondo de sus
pupilas. La cantidad de base que colocaba en sus mejillas era suficiente para
formar una pasta con grietas. El delineado griego fue la fase final de la
metamorfosis. Tomó sus zapatos de taco y buscó un abrigo inútil para el trabajo
que realizaría.
Todo
estaba listo para la puesta en escena que se realizaría esa noche, paradójicamente
frente a la Iglesia de Santa Teresita. Allí laboraban cinco mujeres que ya
conocían sobre el ingreso de su nueva colega.
Su
teléfono sonó, era Lorena, ella la esperaba abajo, justo en el callejón sin
salida. Traía media botella de aguardiente. Después de tomar un gran bocado,
pronunció la palabra ¡vámonos! y ofreció un sorbo a Sammy, ella bebió un largo
trago. El sabor anisado le recordó su adolescencia en El Carmen, allí la
conocían como Samuel, el último hijo de cuatro hermanos. Todos machos: con
novias, esposas, mozas, amantes, lo que usted quiera. Todos machos, menos
Samuel, a él no le gustaban las mujeres.
* *
*
Carlos
se bajó del auto. Apretó la alarma y las luces parpadearon como flashes que
retrataron su varonil silueta. Ingresó a su hogar y su diminuta hija le sonrió
de felicidad. Sus labios se acercaron a la frente de ella y no se despegaron
por varios segundos.
La
piel dorada de Andrea, su esposa, se asomó en la cocina. Un gran beso de
bienvenida le dejó una marca de labial en su boca. La cena estaba lista. El
sonido de la televisión ambientaba el lugar. Su única religión era ver la
novela brasileña mientras comía el esponjoso tallarín preparado por su esposa.
Cuando
la novela terminó, inició una grata conversación. Llevaban 5 años de casados y
su relación era como de uno: se entendían, reían juntos, viajaban de vez en
cuando. El dinero no era un problema. Sea verano, otoño o invierno ellos eran
felices.
Esa
noche Carlos tenía una reunión de trabajo, inaplazable, según dijo. Dejó
dormida a su hija y con un suave y tierno beso se despidió de Andrea. Los dedos
temblorosos no delataron sus nervios a los ojos de su esposa. Tomó las llaves de
su auto y lo encendió. Ella le ofreció un gesto cariñoso con sus manos mientras
él aceleraba para alejarse de casa.
* * *
En
la esquina se siente la lentitud de la noche. El viento frío desempolva por
unos segundos al hombre debajo del vestido. Los nervios de Sammy se sienten
agrios en la saliva que baja por su garganta. Pide el último trago de
aguardiente a Lorena. Necesitaba un bocado más de valor.
La
primera mujer se fue en un auto rojo de placas costeñas. La noche era incierta
para Sammy. De repente, la luz intensa de un auto hizo que las lentejuelas de
su vestido brillaran. Paró justo frente a ella. Lorena le dijo con los ojos que
se acercara.
La
ventana polarizada bajó lentamente. Los ojos de deseo desbordante ocultos en el
auto la atraparon. Se subió con temor y regresó a ver a Lorena quien la
despidió con una sonrisa, que descubría sus dientes amarillos.
Él
aceleró y no dijo una sola palabra. El incómodo silencio se rompió con la
retumbante voz de Samantha. –Soy Sammy le dijo. Él la regresó a ver: -Eres
nueva, no te había visto antes. Ella suspiró diciendo: - Es mi primera noche.
Una
gota resbaló por la frente de Carlos. Su pie aceleró el auto. El miedo de
Samantha se notaba en el mordisco lento que le daba a su chicle. Él encendió un
cigarrillo que en conjunto con el perfume de Sammy asfixiaban el ambiente.
Al
fin llegaron. Carlos entró en su departamento. Una foto familiar adornaba la
mesa de centro. Se sacó la corbata. Abrió las puertas del clóset y dejó su
abrigo. Sirvió dos copas de coñac y brindó con Sammy.
Se
terminó su bebida. Sus manos grandes y bien abiertas tomaron a Sammy de las
nalgas. Carlos olía su cabello, su cuello, su perfume barato. Las babas caían
como lágrimas de su boca. Samantha le demostró su virilidad mientras una corriente
fría recorría su cuerpo.
Una
mezcla de satisfacción y temor se
arrinconaron en un grito de placer que anunció la culminación del acto. Un
suspiro sacudió a Carlos mientras el maquillaje corrido de Sammy evidenciaba
una mueca de desolación.
El
timbre del celular de Carlos le arrancó su sonrisa placentera. Era su esposa,
preocupada por su tardanza. Él, empapado de sudor se vistió de un solo brinco,
mientras Samantha pensaba en el rostro de su próximo cliente.
Por Caro Cuenca E.
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